domingo, 27 de septiembre de 2009

Evocacion sentimental del maestro blogero













Infancia pozana del maestro blogero, aun sin uso de razón pero ya a lomos de pollino
















Urechea, modesto remedo de la genuina Urchala



La vida del hombre en el período de su madurez es, se ha dicho, un continuado retorno a los paraísos de su infancia. Al menos debe ser así para los que tuvieron la suerte de tener una niñez feliz que les permitió abrirse al mundo en una atmósfera de seguridad y afecto.
Doy gracias a Dios, que me permitió nacer en una familia maravillosa, porque éste fue mi caso, de forma tal que no tengo más remedio que testimoniar, ahora que apuro la edad adulta, la veracidad de esa afirmación inicial.
Siendo tres o cuatro generaciones de mi familia pozanos, pasé en Poza de la Sal los primeros veranos de mi vida, prácticamente hasta el filo de la adolescencia. En ella sentí la libertad de un mundo que un niño podía dominar sin preocupación de sus padres. Mis recuerdos de entonces son inconexos, pero todos tocados de una nota de amabilidad, en el sentido más etimológico de la palabra. Aquellas calles de toscas piedras de ofita contra las que chasqueaban las herraduras de machos y burros. El canalillo de agua que bajaba por ellas para distribuir el riego a las huertas, y que era cauce improvisado de carreras de barquitos de corteza de pino o tapones de corcho. Las gallinas, con marcas de pintura roja o azul en sus alas, y que eran peatones inevitables en todas las calles y rincones. Las eras, donde trillar era como un tiovivo del que uno se bajaba con el polvo y la paja ensortijados en el pelo, en los zapatos y hasta las guaridas más recónditas de los bolsillos del pantalón. El Calvario, donde jugábamos al Bote, al Rescate y otros juegos con los que los niños lo pasábamos estupendamente sin necesidad de videoconsolas. Los pozos de riego de las huertas, lugar concurrido de ranas, culebras, larvas de libélula o restos de un pajarillo muerto que flotaba inerte. Las frutas, verdes aún casi siempre, sobretodo manzanas y ciruelas claudias, colgando en el borde del camino para una merienda improvisada y furtiva, castigada casi inevitablemente con tres días de cagalera. Las pipas en la plaza, y el baile con la banda en el kiosco a la menor ocasión, en el que las chicas bailando entre ellas reclamaban a los mozos más dispuestos. Las excursiones al Castellar y Fuente Banasta, a la Cueva de la Verana o al Arenal, a afilar las navajas. Las trampas de liga en charcos y arroyuelos junto al almacén de la Magdalena para atrapar algún jilguero o verdecillo desapercibido. Las subidas al castillo, a encontrar el pasadizo del moro Muza, que justamente desembocaba –oímos decir desde siempre- en el sótano de la casa de mi abuela. Las caminatas, bocadillo en mano al pinar de Cornudilla, o hasta Oña, y las vueltas a paso ligero porque los primeros truenos y el olor a humedad presagiaban tormenta inminente. Las bajadas a bañarse al río, si había suerte y el agua no bajaba color chocolate, y las subidas cuesta arriba a la hora de comer, justo en lo peor de la canícula. Aquél rótulo en aspa junto a la vía: “Ojo al tren, paso sin guarda”, que nosotros cambiábamos por el más ingenioso “Ojo al guarda, paso sin tren”. Las primeras niñas en las que uno se fijaba y a las que dejaba secretos mensajes de amor eterno en las cortezas de los árboles. Las “actuaciones” en el podio de la Comarcal, escenario casi perfecto para unos beatles de doce años, pantalón corto y flequillo. Y las procesiones y rosarios generales, y las misas acompañando a mi abuela, que tenía un banco en la iglesia que le parecía reservado.
Poza era una prolongación de mi propio hogar y la extensión de mi misma familia.
Con el paso de los años y por los destinos de mi padre, dejamos de pasar los veranos en Poza, que fueron sustituidos por estancias más breves en Semana Santa y otras fechas señaladas. Recuerdo entre estas el año de Preu, en el que acudí a Poza con unos amigos cuando el pueblo estaba cubierto por una inmensa nevada. Cuando bajamos del autobús de Soto y Alonso que nos trajo de Burgos, la radio daba la noticia de que la temperatura era en ese momento de ¡24 grados bajo cero!
Tras el fallecimiento de mi abuela –verdadera matriarca familiar- y su entierro en el cementerio de Poza, mis contactos con el pueblo se fueron espaciando. Ya casado, había tratado de encontrar en él alguna casa o terreno para construirme una, pero confieso que la intentona resultó fallida porque aquellas huertas que a uno le parecían semiabandonadas, valían para sus propietarios más que parcelas en la “milla de oro”. Así las cosas, enfilé hacia el Mediterráneo en busca de ese tandem de sol y playa al que mi vida había sido hasta aquel momento totalmente ajena, pero que gustaba a mi mujer. Al fin y al cabo me había casado con ella para tratar de hacerla feliz.
Pero la vida es un eterno retorno, y los afectos más arraigados en lo profundo de nuestro ser no dejan nunca de atraer como imperceptibles líneas magnéticas. Esta llamada de la tierra volvió a traerme a Poza, pasadas ya casi dos décadas y después de casi extinguido el contacto, y a convertirme en vecino del pueblo, propietario por puro azar de una casa construida sobre un terreno que, cerrando el círculo, había sido un huerto de mis antepasados.
Mi regreso a Poza ha sido el retorno a mis orígenes. Cada piedra, cada fuente, cada curva del camino tiene para mi un nombre. El aire frío de la mañana le es familiar a mis pulmones, y la silueta de los buitres recortando el fondo azul por encima de la Cueva de la Verana dibuja el cielo bajo el que creo siempre haber vivido. Me doy cuenta hasta que extremo sigo siendo aquél niño que con mirada ingenua contemplaba el mundo que por primera vez se desplegaba ante sus ojos.
Desde que mi condición de vecino de Poza ha restituido mis derechos espirituales de propietario de sus calles, sus campos, sus gentes y sus cielos, he sentido la necesidad de devolver todo lo que me ha dado, de contribuir a “hacer Poza” en la medida de mis fuerzas, de no ser un hijo del pueblo estéril o indiferente.
A estos sentimientos responde el móvil íntimo que me puso a hacer este blog. Con él he buscado ayudar, en la medida de mis posibilidades, a que Poza y los pozanos se conozcan más a si mismos, porque sólo lo que se conoce se puede amar.

Con todas sus limitaciones, de las que soy muy consciente, pongo este escaparate a disposición de los internautas, como una muestra de esa devoción por Poza y por la historia de nuestra patria que necesito compartir, porque siempre he creído que los amores genuinos, como la verdad, son por su propia naturaleza comunicativos.

[1] El comentario se refiere al libro de D. Feliciano Martínez Archanda “Poza de la Sal y los pozanos en la Historia de España”, el libro sobre Poza por antonomasia.

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